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25 abril, 2024

Vivir Bien

Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado.

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.

Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo.

Yo les aseguro también, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos".

Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.

OBISPO

 

El Señor Jesucristo hoy nos pone a meditar lo que la Iglesia ha llamado segunda parte del Sermón de la Comunidad. El evangelio de este domingo nos habla de la corrección fraterna (Mt 18,15-18) y de la oración en común (Mt 18,19-20). La palabra clave de esta segunda parte es “perdonar”. El acento cae en la reconciliación.

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Para que pueda haber reconciliación que permita el retorno de los pequeños, es importante saber dialogar y perdonar, pues el fundamento de la fraternidad es el amor gratuito de Dios. Sólo así la comunidad será señal del Reino. No es fácil perdonar. Ciertos dolores siguen aplastando el corazón. Hay personas que dicen: “¡Perdono, pero no olvido!" Rencor, tensiones, broncas, opiniones diferentes, ofensas, provocaciones dificultan el perdón y la reconciliación.

La organización de las palabras de Jesús en los cinco grandes Sermones del evangelio de Mateo, muestran que al final del siglo primero, las comunidades tenían formas bien concretas de catequesis. El Sermón de la Comunidad (Mt 18,1-35), por ejemplo, trae instrucciones actualizadas de cómo proceder en caso de algún conflicto entre los miembros de la comunidad y de cómo encontrar criterios para solucionar los conflictos.

San Mateo reúne aquellas frases de Jesús que pueden ayudar a las comunidades de finales del siglo primero a superar los dos problemas agudos a los que se enfrentaban en aquel momento, a saber, la salida de los pequeños por causa del escándalo de algunos y la necesidad de diálogo para superar el rigorismo de otros y acoger a los pequeños, a los pobres, a la comunidad.

Estos versículos traen normas simples de cómo proceder en caso de conflicto en la comunidad: la corrección fraterna y el poder de perdonar. Si un hermano o una hermana pecan, esto es, si hubiera un comportamiento no acorde con la vida de la comunidad, no se debe inmediatamente denunciarlo/la. Primero, tratemos de saber los motivos del otro. Si no diera resultado, llevemos a dos o tres personas de la comunidad para ver si se consigue algún resultado.

Sólo en caso extremo, hay que llevar el problema a toda la comunidad. Y si la persona no quisiese escuchar a la comunidad, que sea para ti “como un publicano o un pagano”, esto es, como alguien que ya no forma parte de la comunidad. No es que tu estás excluyendo, pero es la persona, ella misma, que se excluye. La comunidad reunida apenas constata y ratifica la exclusión. La gracia de poder perdonar y reconciliar en nombre de Dios fue dada a Pedro (Mt 16,19), a los apóstoles (Jn 20,23) y, aquí, en el Sermón de la Comunidad, a la comunidad misma (Mt 18,18). Esto revela la importancia de las decisiones que la comunidad toma con relación a sus miembros.

La exclusión no significa que la persona sea abandonada a su propia suerte. ¡No! Puede estar separada de la comunidad, pero nunca estará separada de Dios. En caso de que la conversación en la comunidad no llegue a buen fin, y la persona no quisiese integrarse en la vida de la comunidad, queda como último recurso el rezar juntos al Padre para conseguir la reconciliación: la oración en común. Y Jesús garantiza que el Padre escuchará: “Les aseguro también que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos.”

El motivo de la certeza de ser oídos por el Padre es la promesa de Jesús: “¡Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, yo estaré en medio de ellos!” Jesús es el centro, el eje de la comunidad y, como tal, junto con la Comunidad, estará rezando al Padre, para que conceda el don del retorno al hermano o a la hermana que se excluyó.

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Hoy también Jesús manifiesta con frecuencia que la salvación y la unión con Dios es, en último extremo, asunto personal: nadie puede sustituirnos en el trato con Dios. Pero Él también ha querido que nos apoyemos unos en otros y nos ayudemos en el caminar hacia la meta definitiva. Esta unión, tan grata al Señor, se ha de poner especialmente de manifiesto entre aquellos que tienen los mismos vínculos de espíritu o de la sangre. Esta unidad, que exige poner en juego tantas virtudes, es tan deseada por el Señor, que ha prometido, como un don especial, concedernos más fácilmente aquello que le pidamos en común.

La Iglesia ha vivido desde siempre la práctica de la oración en común, que no se opone ni sustituye a la oración personal privada por la que el cristiano se une íntimamente a Cristo. Muy grata al Señor es, de modo particular, la oración que la familia reza en común; es uno de los tesoros que hemos recibido de otras generaciones para sacar abundante fruto y transmitirlo a las siguientes.

Hay prácticas de piedad pocas, breves y habituales que se han vivido siempre en las familias cristianas, y entiendo que son maravillosas: la bendición de la mesa, el rezo del Rosario todos juntos, las oraciones personales al levantarse y al acostarse. Se tratará de costumbres diversas, según los lugares; pero pienso que siempre se debe fomentar algún acto de fe y de oración, que los miembros de la familia hagan juntos, de forma sencilla y natural.

De esa manera, lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

“Esta plegaria –enseña el Papa Juan Pablo II, comentando este pasaje del Evangelio– tiene como contenido “la misma vida de familia” (…): alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muertes de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deben también señalar el momento favorable de acción de gracias, de petición, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos.

Además, la dignidad y responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración”.

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