CAMPECHE. El sol de octubre quema la tierra húmeda de San Gregorio. Entre canales quietos y chinampas que resisten el asfalto, un mar naranja se mueve con el viento. Son aproximadamente cinco millones de cempasúchiles –pequeñas, medianas, grandes– que estallan en los parajes de San Sebastián, El Japón y Puente Urrutia. Aquí, en este ejido que huele a lodo y pétalo, la vida y la muerte se tocan con las manos.
Un productor, José Alfonso Muñoz Enríquez camina entre las hileras con botas llenas de tierra. Lleva 45 años sembrando flores, pero cada temporada le parece la primera. “Mire”, dice, y arranca una mata de clemolito que apenas cabe en su palma. “Esta vale 25 pesos. La grande, la de corte, llega a 50. Pero no es el precio: es lo que lleva dentro”.
El proceso empieza en julio. En charolas de plástico, las semillas duermen bajo una manta de tierra ligera. Germinan en 10 días. A finales de agosto, las plántulas viajan a macetas de siete pulgadas, donde reciben fertilizante y el primer sol fuerte.
En septiembre, cuando ya miden 30 centímetros, las separan con cuidado quirúrgico. “Si las aprietas, se ahogan”, explica José Alfonso. “Necesitan espacio para respirar, como las almas”.
Para octubre, el campo es un incendio controlado. Los pétalos – veinte, siempre veinte, como dice el náhuatl– se abren en abanico. El aroma es dulce y punzante, un hilo invisible que, según la creencia, guía a los difuntos desde el Mictlán hasta el altar familiar.

