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17 mayo, 2024

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‘Renunciar a la democracia sería un suicidio’: Krauze

La mañana del 2 de octubre de 1968, un joven Enrique Krauze -de 21 años de edadvio cómo un grupo de soldados limpiaba sus bayonetas en las inmediaciones de Tlatelolco. El entonces estudiante de Ingeniería trabajaba en las empresas de su padre, Moisés Krauze, un ingeniero químico que producía etiquetas, envases y cajas para la industria de la perfumería y la farmacéutica.

Aquel 2 de octubre, a un año de graduarse como ingeniero industrial, Krauze estaba trabajando.

"Fui a una fábrica que estaba en Tlatelolco en la mañana, y me di cuenta de que estaban apostados los soldados y que estaban limpiando las bayonetas… sentí que eso era algo ominoso. Por la tarde, fui a unas oficinas en el centro, curiosamente de un sastre que había heredado la sastrería de mi abuelo, el maestro Cuéllar, que vivía en el edificio Chihuahua. Ahí, estando conmigo, recibió una llamada diciendo: 'quédate en la sastrería, porque están asesinando estudiantes…'. Salí y logré sintonizar la única estación que en 68 dio esa noticia, era la NBC en inglés, que se transmitía en México. Ninguna estación mexicana dio esa noticia. Ese era el México cerrado, autoritario, casi totalitario, que se vivía en esos días".

Enrique Krauze ha escrito que la matanza de la Plaza de las Tres Culturas fue un "crimen masivo, un sacrificio inútil e injustificable, un acto de terrorismo de Estado" (Letras Libres, 31 de octubre de 2008). Ahora, a punto de cumplir 70 años, califica esos hechos como "el bautizo de sangre de su generación".

Un acontecimiento que, como muchos otros que dieron origen y cauce a la transición mexicana, se intercalan con su biografía personal y su obra.

El escritor habla en el estudio de su departamento, una amplia sala adornada con cuadros, fotografías y pequeños prismas. El espacio deja ver lo que ha sido Krauze en los casi 50 años transcurridos desde aquel doloroso "bautizo de sangre": empresario, historiador, crítico del poder, promotor cultural, ensayista liberal… un hombre no exento de polémicas, que añora el debate de ideas y defiende con pasión la democracia en estado puro, la democracia sin adjetivos.

En 1947, el PRI gobernaba México ¿en qué momento de su vida cobró usted conciencia de que vivía en un régimen autoritario?
No tengo la menor duda de que fue en el movimiento estudiantil de 1968. Para mí y mi generación, el movimiento estudiantil fue el bautizo de sangre de nuestra conciencia política. Fue entonces cuando nos dimos cuenta, de manera brutal, que el país estaba dominado por un partido único y, sobre todo, por un Presidente que tenía, como lo tuvo hasta el año 2000, todo el poder en una sola persona. La consecuencia de poner todo el poder en manos de una sola persona fue el asesinato colectivo, la masacre de Tlatelolco.

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¿Qué cambió en usted la Universidad y ser miembro del Consejo Universitario en tiempos tan convulsos como el final de la década de los 60?
Los 60 fueron una década de muy intensa polémica y pasión ideológica. Por supuesto, yo a pesar de estar en Ingeniería estudiando Cálculo Integral y Diferencial, Geometría Analítica, Física y Mecánica, siempre me interesé por la historia, la filosofía y las corrientes ideológicas que cruzaban en el horizonte, el Marxismo, el Existencialismo, las lecturas de Sartre o de Camus, y de muchos otros. Pero fue hasta el 68 cuando cristalizó, no sólo en mí, sino en muchos de mi generación, la conciencia de que el poder es diabólico, como diría Max Weber. Y yo dedicaría mi vida, ahora lo veo claro, por un lado a estudiar al poder, en libros, ensayos, en biografías, y por otro lado a criticar al poder, en ensayos democráticos y liberales. En estos segundos, siempre quise seguir la huella de mi maestro Daniel Cosío Villegas, cuya principal enseñanza política fue: al poder personal, al poder concentrado en una sola persona, debemos acotarlo. Vivió y murió con esa convicción.

Esta conciencia nació en 1968, y se aclaró, se agudizó y profundizó, cuando tomé posesión como consejero universitario de Ingeniería después del movimiento estudiantil. Ya habíamos sido electos consejeros, y no pudimos tomar posesión porque irrumpió el movimiento. Después, nos tocó la Universidad en ruinas y la dignísima, valentísima gestión en su última etapa de Javier Barros Sierra. Recuerdo una sesión del consejo en la que Barros Sierra dijo: "el Presidente quiere ahogar a la Universidad", nos enseñó los presupuestos y, con inmensa dignidad, la Universidad se apretó el cinturón y resistió. Resistió uno de los períodos más aciagos y trágicos de nuestra historia contemporánea. Fue un gran privilegio y fue apasionante vivir esos dos años como consejero. Luego murió Barros Sierra y a mí me tocó dar un discurso en la Facultad de Ingeniería para honrar su memoria de luchador por la disidencia y la libertad.

¿Este bautizo de sangre en la conciencia lo lleva a estudiar historia en El Colegio de México?
A finales de 68 llegó a mis manos un folleto que informaba la apertura de un doctorado en Historia en El Colegio de México, con clases impartidas por el doctor José Gaos, y se abrían las puertas de El Colegio a estudiantes que vinieran de otras disciplinas, no sólo de licenciaturas de Historia. A mí me apasionó la historia desde niño, de modo que no dudé en presentarme y hacer mi solicitud; aunque me imaginé que era muy difícil entrar, puesto que venía de Ingeniería. Pero esa promoción, gracias al doctor Gaos, aceptó estudiantes de muchas otras facultades, personas simplemente que tuvieran pasión por la historia de México. Y entré, y en 1969 empecé los estudios que duraron cinco años. Me recibí en 1974, de manera que empalmé las dos carreras en 1969, y podría decirse que seguí esas dos rutas paralelas, la reflexión sobre la historia de México y la de ganarme la vida como ingeniero, pues… todavía por varias décadas.

¿Por qué le apasionaba la historia desde que era niño?
Porque es muy difícil no sentir la gravitación y el imán de la historia en un país como México. Y quizás porque viví en una casa en la que mis abuelos y bisabuelos, inmigrantes todos, judíos de Polonia, siempre estaban hablando del pasado. Así que la transferencia de aquel pasado europeo, perdido, a un país tan profundamente lleno de historia en todos sus rincones y en la memoria colectiva, fue muy sencilla. Me apasionó la historia de México siempre, la estudié con devoción y luego, claro, al entrar a El Colegio de México, imagínese conocer allí de un sopetón a José Gaos, a Luis González, a Miguel León Portilla, y sobre todo a Daniel Cosío Villegas… ¡no tuve la menor duda de que ésa sería mi vocación!

¿Cuándo conoció a Octavio Paz?
Conocí a Octavio Paz en el Panteón Jardín el día que enterramos a Cosío Villegas. Me acerqué a él y le dije que tenía un ensayo sobre Daniel Cosío Villegas, porque estaba trabajando ya en su biografía. Yo ya escribía en la revista Plural, y me dijo: "mándemelo". Era marzo de 1976 y en el número de abril de Plural apareció por primera vez mi nombre ligado al de Octavio Paz, con dos ensayos, uno de él y otro mío, ambos sobre Cosío Villegas. Y a partir de ahí se entabló una relación que se fortaleció a los pocos meses, después del Golpe de Echeverría a Excélsior, otro de los actos autoritarios de ese régimen de partido único, teóricamente progresista, pero concentrado en la voluntad de un solo hombre… Después de ese golpe, se fundaron Proceso y Vuelta, y yo participé desde el principio en Vuelta. En el número cinco, me puede usted encontrar ya como secretario de Redacción. De modo que, en el año de 1977, me tenía usted cambiando de casacas todos los días, dependiendo la hora. Por la mañana atendía las fábricas con mi padre, y por la tarde iba yo a la revista. Y los fines de semana escribía mis libros. Todo eso con el apoyo de mi esposa y de mi pequeño hijo León, Daniel no había nacido.

¿Era difícil?
No, nunca fue complicado ni complejo, sino apasionante. Al contrario, esa multiplicidad de casacas, como las llamaba Cosío Villegas, era algo que yo asumía de manera natural, porque hay que ganarse la vida de manera independiente para poder hacer lo que uno quiere y criticar al poder como uno quiere. Esa convicción la tuve yo siempre muy clara, porque me la inculcó, con su ejemplo y su sabiduría, Gabriel Zaid, que ha sido para mí una presencia capital a lo largo de todos estos años, una amistad a la que le debo muchísimo.

En 1997, se da el inicio de la transición, y un año después muere Octavio Paz. ¿Cómo recuerda ese hecho?, ¿cómo le afectó?
Con una inmensa tristeza. Octavio Paz, cuya presencia en mi vida es una de las mayores bendiciones que he tenido, una de las mayores enseñanzas… caminar con él poco más de 20 años y con el grupo de escritores que hizo Vuelta..

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La alternancia del 2000, ¿qué tan cerca estaba de ese ideal, y qué tanto se alejó cuando Fox empezó a ejercer el poder? Yo, como tantos mexicanos, vi en ese momento un parteaguas. Tenía casi una euforia, no por el triunfo de Fox, que a los 23 segundos de ocupar la Presidencia, o antes, me empezó a decepcionar con sus discursos frívolos y sus actitudes extrañas, indignas del momento histórico que vivíamos y de la enorme responsabilidad que tenía un hombre que llegaba con esa altísima aprobación a la Presidencia y que podía haber reformado a México en un sentido de progreso democrático, y progreso económico y social, como no lo hizo.

La democracia, siendo el mejor de los sistemas o el menos malo, no le resuelve la vida cotidiana a los ciudadanos…
La gente está esperando que la democracia le dé lo que la democracia no le puede dar. La democracia es un medio de elegir a los gobernantes, de acotar al poder y de, en un momento dado, sacar al mal gobernante. Eso es la democracia. La democracia no es la justicia, la prosperidad, la paz perpetua ni el orden, eso no es la democracia. Eso lo logramos con buen gobierno, y los ciudadanos tenemos que ser implacables en la crítica a los gobernantes, pero no podemos renunciar al instrumento fundamental que nos da la democracia, que es elegir y votar; votar con v y botar con b a los gobernantes.

Con información de Agencia Reforma.

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