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22 noviembre, 2024

Vivir Bien

El Espíritu Santo sobre los apóstoles

San Juan 20, 19-23

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». 

OBISPO

La historia cambió desde aquel momento. En el corazón de aquellos galileos que habían seguido a Jesús desde los inicios allá cerca del lago, en el corazón de María, su madre, y en el de las otras mujeres que habían ido con El, en el corazón de los discípulos que se habían añadido al grupo a lo largo de aquellos tres años por las tierras de Palestina, todo había cambiado cuando, después de la muerte del Maestro, lo habían experimentado vivo, resucitado en medio de ellos. 

Todo había cambiado. Pero no sólo por admiración o por alegría. Todo había cambiado porque ahora la vida nueva de Jesús era su misma vida, el Espíritu de Jesús era su mismo Espíritu. El aliento de Jesús, la fuerza de Jesús, el alma de Jesús. Esto es la Pascua. La vida nueva de Jesús que es también nuestra vida. El Espíritu de Jesús, que es también nuestro Espíritu. Pero todavía hay más. Hay un momento, un día, en el que este Espíritu, esta fuerza se hacen evidentes, imparables, vivos como ninguna otra cosa viva. Es la experiencia de Pentecostés. 

Tienen fe, están juntos, pero tienen miedo a salir fuera por temor a los judíos, necesitan un empujón. Y allí juntos, reunidos, compartiendo los miedos y las ilusiones, compartiendo el recuerdo de Jesús, el espíritu los sacudió como un vendaval violento y como unas llamas de fuego. Hemos de subrayar que el texto de los Hechos dice que "estaban todos reunidos en el mismo lugar". Todos significa el conjunto entero de los discípulos, no sólo los doce. Aunque la pintura represente a los doce apóstoles con María y una llama de fuego en sus cabezas, el texto dice "todos" y un poco antes hablaba de los discípulos. Por tanto, los dones del Espíritu lo reciben todos los seguidores de Jesús, no sólo los que han recibido el orden ministerial.

Todos pueden decir, como expresa la Primera Carta a los Corintios, que "Jesús es el Señor". Es verdad que hay diversidad de ministerios y funciones, como también hay diversidad de dones o carismas. Cada uno desempeña una misión en la Iglesia según el carisma que ha recibido. Esta reflexión debe hacernos caer en la cuenta de la importancia que deben tener en la Iglesia los "ministerios laicales". El Espíritu actúa en todos, aunque cada uno reciba un don y una función. Porque todo somos miembros del cuerpo de Cristo y todos hemos recibido la misma dignidad por el Bautismo. 

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¿Eres consciente del carisma que has recibido?, ¿sabes cuál es tu función o misión dentro de la Iglesia? Jesús nos envía a todos, como el Padre le ha enviado a Él. Ellos, los discípulos, salen a la calle, y la Buena Noticia de Jesús comienza aquel camino que nada ni nadie lo podrá parar. Porque el Espíritu, Dios mismo en el corazón de cada creyente y en el corazón de la humanidad es más fuerte que toda debilidad, que todo miedo. Es más fuerte que todas las infidelidades. Es el amor y la vida para siempre. No apaguemos la llama del Espíritu en nosotros. Colaboremos para que encienda a todos los hombres. 

Quizás han leído alguna vez este cuentecillo indio. Dice que Dios, que tiene buen humor, quiso jugar al escondite con el hombre y se puso a discutir con sus consejeros dónde estaría mejor escondido. Hubo opiniones para todos: que si en el bosque, que si en el fondo del mar, hasta que si en un cajón de un armario. Pero el más anciano y sabio de sus consejeros le dijo: Señor, escóndete en el corazón del hombre. Es el último sitio donde se le ocurrirá buscarte. El Espíritu Santo es el Dios escondido y hasta ignorado. Diría yo, que la Cenicienta de la Trinidad. Siendo indispensable para la vida del hombre y de la Iglesia es el menos protagonista, como suelen ser las amas de casa que sólo se les nota cuando faltan. 

En japonés a la esposa, ama de casa, se le llama Oku-sama. Que significa la señora que está dentro, la que no aparece, pero que verás si se declara en huelga. También el Espíritu Santo es el Señor que está en el interior. El que no aparece. El que habita en el corazón del hombre, donde rara vez el hombre le busca. Antes buscamos a Dios en los montes, en el mar, en una maravillosa puesta de sol, en árboles grandiosos o en las pequeñas flores del campo. Y es que, tal vez, nos parezca imposible que quiera habitar en un sitio donde tantos deseos, poco dignos y honorables, salen afuera. Y sin embargo, el Espíritu de Dios habita en nosotros.

Habita, no está. No es un huésped de un día. No está de paso. Habita. Tiene allí su casa. Es Señor del sitio que ocupa. No está como un cuadro, un retrato o una estatua. Es un ser viviente que ha hecho de nuestro corazón su morada. Allí podemos encontrarlo siempre cercano, compañero de mi soledad, amigo sentado a mi vera en la penumbra de un suave atardecer. San Agustín que lo buscó locamente a través de la hermosura y los placeres de afuera, al fin lo encontró dentro y exclamó: “Señor, más íntimo y mío que yo mismo”. Lo encontró comprensivo, bondadoso, perdonador, amigo. “Intimior, intimo meo”, más dentro de mí que yo mismo. 

El Espíritu de Dios que se nos ha metido en casa es viento y es fuego, mezcla peligrosa, un rescoldo mal apagado en el monte azuzado por viento sabemos de lo que es capaz. Soplando sobre el rescoldo de la Fe que hay en el corazón, el Espíritu de Dios puede levantar imprudentes llamas. Lo ha hecho a lo largo de la Historia cuando ha encontrado hombres que se han dejado arrasar y quemar por el Espíritu: San Francisco de Asís se entrega con toda su vida imprudentemente a salvar a infieles. La Madre Teresa de Calcuta sale de una Congregación Religiosa para entregar imprudentemente su vida a los hambrientos y agonizantes. 

Y es notable que este Espíritu, cuando levanta llamas en un rescoldo olvidado es siempre en favor de los demás. Es fuego, es luz y tiende a comunicarse. ¿No estará este buen amigo tratando de encender una buena hoguera dentro de nosotros? ¿No nos pide alguna imprudencia en el dar, o el darnos a los demás? ¿No nos pide algún cambio radical en nuestras vidas? ¿No nos pide llenar de Dios la vaciedad de nuestras vidas? Miren, creo que todos nosotros tenemos instalado un perfecto sistema contra incendios. 

En cuanto sentimos que el Espíritu de Dios nos intranquiliza echamos toda la ceniza que podemos en el rescoldo y lo apretamos bien, como se hacía con los braseros con la paleta, para dejarlo siempre en rescoldo y que no haya peligro de que se convierta en llamas. Nosotros mismos vamos vestidos bien protegidos y con casco para no quemarnos. Hoy es el día en el que ese Espíritu de Dios abrasó a los apóstoles y gracias a ello llegó a nosotros la Fe. Dejémonos quemar bajo el soplo del Espíritu. El Espíritu Santo debe ser nuestra luz primera y mayor, nuestra guía, nuestro Buen pastor. 

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¿Qué hacer para dejarnos guiar por la luz del Espíritu Santo? Leamos y meditemos diariamente los evangelios, busquemos en ellos el mensaje y la buena nueva que Jesús de Nazaret vino a traernos y a anunciarnos, en nombre de su Padre: que nos amemos unos a otros como Él nos amó, que seamos personas pacíficas, justas y solidarias, en continua comunión con Dios y con el prójimo, que guardemos su palabra. Que recemos diariamente, con humildad y confianza. Hoy podemos hacerlo con palabras de la secuencia de este día: ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo, padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido, luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo.

 

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