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13 diciembre, 2025

Pan

nacional

Con horno de leña da vida a pan de muerto

El humo sube lento por una chimenea que se asoma en el callejón Chilalpa, como un susurro que se cuela entre las casas de adobe y los muros pintados de cal. Es octubre, y en Xochimilco el aire ya huele a cempasúchil y a copal, pero aquí, en el barrio de San Antonio, el aroma que manda es otro: El del pan de muerto recién sacado del horno de leña que da vida a nuestra tradición de Día de Muertos.

No es cualquier pan. Es el que se hace como hace cien años, con levadura casera de leche entera, huevo, harina y mantequilla pura. Nada de saborizantes, nada de máquinas o batidoras. Solo manos que amasan, fuego y tiempo.

Don Rigoberto Cuapio Jiménez está de pie frente al horno, con el delantal manchado de harina y los ojos fijos en la boca de ladrillo que escupe calor. Tiene 60 años, pero sus manos parecen más viejas: Curtidas, fuertes, con surcos que cuentan historias de madrugadas enteras amasando. “Aquí hay dos hornos de leña todavía”, dice, señalando con la barbilla hacia la casa de al lado. “El otro es de mis hermanos. Y en San Lorenzo Atemoaya, mis primos tienen uno más. Somos los últimos”, dice orgullos.

Narra que su abuelo llegó de San Juan Totolac, Tlaxcala hace más de ochenta años con una receta bajo el brazo y un oficio en la sangre. Desde entonces, la familia Cuapio ha mantenido vivo el ritual: La levadura se fermenta en casa, la masa se deja reposar toda la noche, y el pan se hornea en leña de encino que crepita y chispea como si también celebrara.

“Las panaderías de ahora usan químicos”, dice don Rigoberto, casi con tristeza. “Pero este pan sabe a lo que era antes. A lo que fuimos”, enfatiza. A unos pasos, María de Los Ángeles amasa con ritmo constante, como quien reza. Es la esposa de uno de los siete hermanos, y desde las seis de la mañana está de pie. “El Día de Muertos es lo más fuerte”, cuenta, sin dejar de mover las manos. “Trabajamos hasta las ocho de la noche. Los vecinos vienen directo a la casa, o mi esposo se para en las esquinas del centro con una canasta. Se acaba todo”.

Como la demanda es mucha, vecinos y conocidos realizan “bajo pedido” las cantidades que van a consumir en la temporada. Y no es para menos. El pan sale dorado, con sus huesitos de masa cruzados encima como ofrenda, crujiente por fuera y esponjoso por dentro.

Algunos lo llevan envuelto en servilleta para la ofrenda, otros se lo comen caliente en la calle, o bien con un café de olla. Pero todos saben que este pan no es solo comida: Es memoria. Es el reencuentro con los que ya no están, con los abuelos que enseñaron a amasar, con las manos que ya no están pero que siguen en cada hogaza.

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“Lo tenemos todo el año”, dice don Rigoberto, mientras saca una charola de pan de feria, panqué y pastelada. “Pero en noviembre, este es el rey”. Y tiene razón. Porque en Xochimilco, el pan de muerto no es solo un producto de temporada.

Es un puente. Entre los vivos y los muertos. Entre el pasado y el presente. Entre el humo del horno y el alma que regresa a casa.

En el callejón Chilalpa, el fuego no se apaga. Y mientras haya leña, harina y manos dispuestas a recordar, el pan seguirá saliendo caliente. Como debe ser. Como siempre ha sido. Hoy los nietos y bisnietos continúan con la tradición.

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