La mayoría de los chontales aplaudió cuando los brazos mecánicos de las dragas empezaron a sacar el lodo del fondo de la parte oeste de la laguna La Ramada para formar los bordos de lo que serían los camellones. Al borde del pantano, el recién nombrado delegado del INI en Tabasco, Andrés Manuel López Obrador, junto con el gobernador e ingeniero Leandro Rovirosa Wade caminaban rápidamente para supervisar la obra.
El plan abarcaba la construcción estimada de 300 camellones chontales, 30 por cada comunidad, a fin de dar empleo a 600 familias indígenas en las obras y beneficiar a casi cuatro mil personas que en el mediano y largo plazo podrían dedicarse a la pesca y la agricultura para mitigar la pobreza.
En los terraplenes se habría de cultivar frijol, tomate, chile amashito, plátano, limón, papaya criolla, caña, sandía, yuca, ajo, cebolla; los canales abiertos servirían para la cría de mojarras, tilapias y robalos en jaulas hechas con meriñaque. La organización de la producción sería a partir de la ayuda mutua, según los usos y costumbres.
Andrés Manuel, que vivía entre los chontales, venció la incredulidad y se ganó la confianza de la gente en asambleas comunitarias donde habló con ellos de frente. Hasta los más escépticos acabaron por abrir brecha a machetazo limpio, tiraron el popal para que las dragas pudieran avanzar. El primer camellón hizo las veces de bordo de protección para evitar que el agua de la laguna corriera hacia el pueblo de Tucta. Aproximadamente, en 206 jornales se levantaron las plataformas.
“En esa época hubo ayuda para el pobre, Andrés Manuel Obrador luchó bastante.
Consiguió dinero para hacerle vivienda a todos los pobres, a los que no tenían casa. No tenía yo casa, me dieron mi vivienda. Ese hombre sí trabajó legal”, recuerda don Antonio, ahora con 84 años de edad.
Además de los brecheros, hubo trabajo para preparar el terreno para los cultivos. A fin de que las plataformas fueran fértiles, se les echó materia orgánica para que fuera buena la siembra, se trajeron camionetadas de gallinaza y cascarilla de cacao desde Comalcalco, Cunduacán y Paraíso. Con carretillas, azadones y rastrillos regaron aquel caldo de hedor insoportable que haría por gracia de la naturaleza prodigiosa engordar la semilla y hacer brotar los frutos.
Los chontales olvidaron sus viejas rencillas con vecinos o parientes, los días de abundantes trabajo fueron un auténtico jolgorio, como si cada pueblo experimentara un renacimiento.
Más los días de paga, cuando cada trabajador recibía por montar aquel gigantesco laboratorio agrícola a cielo abierto sus 490 pesos semanales, a razón de 70 pesos el jornal.
Hoy impera un ambiente diferente al de aquellos días. De los pioneros en levantar esos islotes de tierra, ya muchos murieron y otros simplemente se fueron cuando los dotaron de tierras ejidales, relata el campesinos Fermín Hernández.
A pesar del atractivo que puede significar el avistamiento de manatíes, monos, variedad de aves, iguanas y lagartos, el proyecto de hacer de los camellones chontales un punto de ecoturismo en la ruta Biji Yokotán no ha pegado. Si bien los bordos siguen sirviendo para quien los utilice, algunos nada más los usan para sacar leña de los árboles “Ya cuando vamos a morir se abandona.
Los jóvenes ahora ya no quieren el campo porque el campo es duro, como está el mosquito, el sol, la hormiga, ya casi a los jóvenes no les gusta, aunque algunos sí todavía hacen milpa”, resume don Viviano Hernández.
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