CAMPECHE, CAMP. En el taller de María de la Luz May, el tiempo no se mide en horas, sino en capas de pintura y la paciencia necesaria para reconstruir un dedo de apenas unos milímetros. Mientras el mundo afuera corre por las compras de pánico, aquí el silencio solo se rompe por el roce del pincel. María no solo repara figuras; ella restaura la herencia emocional de familias que se niegan a jubilar sus imágenes religiosas por una pieza nueva de plástico.
Con más de 12 años de experiencia, esta artesana campechana se ha convertido en la “médico de cabecera” del arte sacro local. Este año, la cifra es contundente, más de 90 Niños Dios han pasado por su quirófano de yeso y madera. En una economía donde lo más fácil es desechar y comprar de nuevo, el trabajo de María resalta por una ética casi extinta: cobrar lo justo para que la fe no sea un lujo, con precios que rondan los 450 y 500 pesos, dependiendo de la “gravedad” del paciente.
LA TÉCNICA DETRÁS DEL MILAGRO
El proceso es riguroso. María no utiliza mezclas industriales; ella misma prepara las pastas y pigmentos para lograr ese tono “carne” exacto que el tiempo y los accidentes han borrado. “Le doy cinco capas de pintura, cinco de azul, cinco para el cabello y luego el protector. Me apuro porque si no, no salgo para el 24”, explica con la vista fija en una figura de gran tamaño.
Para ella, trabajar con luz natural es innegociable; es la única forma de asegurar que la reparación sea invisible al ojo humano. Los daños más comunes son fracturas en dedos, brazos y pies, piezas de yeso que para muchos son basura, pero para María son un lienzo que requiere hasta tres días de intervención intensiva.
MÁS QUE ARTESANÍA, UN LEGADO FAMILIAR
Lo que hace que la labor de María de la Luz sea noticia no es solo su destreza técnica, sino el impacto social de su oficio. En sus manos descansan piezas que han pasado por tres o cuatro generaciones. Para los devotos, ver a su imagen restaurada es recuperar un vínculo con sus antepasados.
A diferencia de los grandes talleres, María mantiene una visión humana, confiesa que prefiere trabajar con familias que, con instituciones rígidas, pues entiende que detrás de cada Niño Dios hay una historia de supervivencia. “Gracias a Dios, me sale para la comida”, dice con sencillez, subrayando la realidad de un oficio que, aunque vital para la cultura popular, sobrevive en los márgenes de la economía formal.
En un mundo vertiginoso, el taller de esta artesana es un refugio donde las manecillas del reloj parecen detenerse. Mientras las familias se preparan para las novenas de diciembre y enero, Maríade la Luz sigue ahí, con la muñeca firme y la brocha danzando sobre mantos y cabelleras, asegurándose de que, al menos por un año más, la tradición campechana no se rompa como el yeso.

