CAMPECHE, CAMP. En el patio de doña Martha Mul, el humo sube como un rezo al amanecer. El hoyo ya está listo, forrado con piedras ardientes y hojas verdes que humean al contacto. Ella, con las manos cubiertas de masa, acomoda los pibipollos como si sembrara recuerdos. Antes de tapar, traza una cruz de sal sobre las piedras, un gesto antiguo que, según dice, “bendice el pibi y lo ayuda a cocinar parejito”. “Así lo hacía mi mamá, así lo sigo haciendo yo”, añade mientras cubre el entierro con tierra caliente.
El silencio se llena de chasquidos y vapor. El aroma del achiote se mezcla con la humedad del suelo, con el murmullo del viento y el crujir de las brasas. Horas después, cuando el reloj marca el mediodía, doña Martha desentierra la ofrenda humeante. El vapor sale en una nube espesa que huele a infancia, a campo y a fiesta.
En su mesa, los pibipollos enterrados se abren como cofres antiguos, masa suave, pollo jugoso y el toque ahumado que ningún horno logra imitar. Para doña Martha, cocinar así no es costumbre, es un acto de fe. “El pibi se entierra para despertar a los que ya se fueron”, dice mientras sirve, con respeto y orgullo, un pedazo de su historia.
PREPARACIÓN
El pibipollo enterrado es toda una ceremonia que combina paciencia, fe y sabor. Primero se cava un hueco de aproximadamente un metro por un metro y unos 40 centímetros de profundidad. Dentro se acomoda la piedra y la leña, que se encienden a fuego alto hasta que las brasas quedan al rojo vivo. Ese resplandor indica que el horno de tierra está listo para recibir el manjar.
Antes de colocar el pibipollo, se extienden las piedras y se traza una cruz de sal sobre ellas, una creencia que, según los lugareños, ayuda a que el alimento se cocine parejo y con bendición.

