CAMPECHE. El sol apenas asoma cuando doña Leticia Puch cruza el portón del panteón municipal de San Francisco, en Campeche. Lleva una canasta de pibipollos envueltos en hoja de plátano y un caminito de pétalos de cempasúchil que traza desde la entrada hasta la tumba de su madre.
“Ella me enseñó que las ánimas vienen en vaivén. Si no les pones su comida, se pierden”, dice mientras enciende trece velas dispuestas en forma de cruz. A las doce de la noche, el cementerio se sume en silencio. Solo se oye el viento del Golfo y el crujir de las hojas secas. Es así como cientos de panteones en toda la República se visten, principalmente de color amarillo, con flor de cempasúchil, y se mezclan los aromas de las veladoras, cirios y comida de acuerdo a la región y “que en vida gustaron a los difuntos”.
Mariachis, tríos, bandas sinaloenses y norteños recorren los pasillos con sus instrumentos. Cobran 200 pesos por canción, pero si la familia no alcanza, negocian con un abrazo y un trago de mezcal.
Los que menos tienen llegan con una bocina, cargada en el hombro. Conectan el celular, ponen “Amor Eterno” o “La Bikina” y dejan que el bajo retumbe entre las lápidas.
“Mi papá no quería mariachi caro y su rola favorita era ´El Rey´, ya está feliz”, dice un joven en Tijuana mientras el bajo hace vibrar la tierra.
Así, en Tijuana, María López llega al Panteón Número 1 con una cerveza en bote, fría y una escoba de palma. Limpia la lápida de su papá, un trailero que cruzaba la frontera cada semana.
“Le cuento cómo van los niños, le pongo su corrido favorito. Aquí no se llora, se platica”, dice mientras su nieta pinta una calaverita de azúcar con glitter y graba un TikTok: “Abuelito, te mandamos un abrazo desde el más allá”.
En tanto, en Hermosillo, el Panteón Yáñez huele a carne asada. José Luis Valdez instala una mesa plegable frente a la tumba de su hermano.
“Le sirvo su taco de discada. Si no, se enoja”, bromea mientras la banda suena a todo volumen. Desde las 8 de la noche hasta las 3 de la mañana, el cementerio es un festín bajo las estrellas.
Mientras que, en Oaxaca, Petra Ruiz camina entre tapetes de flores en el Panteón San Miguel. Lleva chocolate de agua y mezcal para su abuela.
“Si no le ponemos su vela, no encuentra el camino de regreso al Mictlán”, dice mientras una comparsa de danzantes pasa con máscaras de jaguar. A medianoche, se apagan las luces. Solo quedan miles de flamas danzando.

