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15 marzo, 2025

Crematorios

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Crematorios artesanales devoraban a inocentes

CDMX. El rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, no era solo un cementerio clandestino; era una máquina de muerte perfectamente diseñada, un lugar donde el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) convertía vidas en cenizas y humo.

Un sobreviviente, cuya identidad permanece en las sombras por temor a represalias, rompió el silencio y relató el macabro ritual que se vivía tras los muros de esa finca: fosas enormes excavadas con precisión, tabiques y piedras alineadas en el fondo como base de un horno infernal, cuerpos apilados y rociados con gasolina y aceite hasta que las llamas los devoraban.

“La columna de humo se veía a kilómetros”, asegura, con una voz que aún tiembla al recordar.

“Primero cavábamos las fosas, bien grandes. Abajo ponían tabiques y piedras para que se calentaran bien cuando prendían el fuego. Luego echaban los cuerpos, les vaciaban gasolina y aceite, y todo ardía”, detalla el testigo, uno de los pocos que escapó de ese infierno en vida.

Según su relato, el proceso no era improvisado: había una técnica, un sistema para borrar toda evidencia de los asesinatos. El calor de las piedras y los ladrillos aseguraba que los restos se consumieran hasta quedar irreconocibles, mientras el humo negro ascendía como una señal macabra que, increíblemente, nadie en las autoridades pareció notar.

Pero el horror no terminaba con la muerte. El rancho, descubierto la semana pasada por el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco, era mucho más que un crematorio clandestino. “Era una zona de entrenamiento”, afirma el sobreviviente.

Allí, los reclutados, muchos de ellos jóvenes secuestrados y forzados a servir, eran sometidos a vejaciones brutales, una prueba de resistencia física y mental. “Si sobrevivías a eso, te mandaban como carne de cañón a Zacatecas o Michoacán, a pelear contra otros grupos de narcos enemigos. Era para conservar o extender las plazas”, explica.

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El CJNG, en su guerra territorial, no solo mataba a sus rivales; también sacrificaba a sus propios peones en un juego de sangre y poder.

El testimonio coincide con los hallazgos del colectivo: fosas, restos óseos calcinados, casquillos y objetos personales desperdigados como mudos testigos de las vidas apagadas. La Fiscalía de Jalisco, que llegó al lugar días después del descubrimiento, ha identificado al menos seis sitios con restos y más de 500 indicios, pero para quienes conocen la verdad, eso es solo la punta del iceberg.

“Ahí pasó de todo. No era solo matar, era borrar a la gente como si nunca hubiera existido”, sentencia el sobreviviente.

La pregunta que flota en el aire de Teuchitlán es inescapable: ¿cómo operó este centro de exterminio durante años sin que las autoridades locales lo detuvieran? El humo, visible desde lejos, parece haber sido invisible para quienes debían verlo.

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