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3 enero, 2025

Calkiní

Campeche

“NUESTRA CASA DE FE, EN RUINAS”

CAMPECHE. La tarde del domingo en Calkiní comenzó como cualquier otra, pero a las 3 de la tarde, el fuerte estruendo sacudió el pueblo. Un sonido ensordecedor que retumbó en las calles y llenó el aire de polvo, haciendo que el corazón de los habitantes latiera al ritmo del miedo. El techo de la iglesia principal, una estructura antigua que llevaba años de descuido, se desplomó. Un milagro en medio de la tragedia: no había nadie dentro.

El evento, que pudo haber tenido consecuencias fatales, fue el resultado de años de advertencias ignoradas, y de un desgaste que ya no podía ocultarse.

La iglesia de Calkiní, que había sido el centro espiritual del pueblo durante generaciones, estaba condenada. Sin embargo, la comunidad, que había temido este desenlace, no dejó de expresar su dolor, pero también su indignación.

“No puede ser que llegáramos a esto”, dijo Clara Nu Chim, quien con voz quebrada recordó cómo el padre Juan había alertado, desde noviembre, sobre las grietas en el techo y las fisuras que aparecían con el paso de los meses.

“Lo sabíamos, pero nadie hizo nada. Si no se hubiera caído después de la misa, hubiera sido una tragedia.” Los feligreses habían tomado medidas preventivas; la entrada principal había sido clausurada semanas antes, y las misas se celebraban en la parte trasera, lo que había evitado que más personas estuvieran en el lugar al momento del derrumbe.

La indignación de los habitantes no era solo por el colapso, sino por lo que veían como una negligencia sistemática. “Esto se veía venir, pero el INAH nunca nos escuchó”, exclamó Cecilia Muñoz, quien asistía a la misa diaria y quien ahora se encontraba mirando los escombros con los ojos llenos de frustración. “El padre pedía ayuda, la gente daba, pero el INAH no movía ni un dedo. ¿Qué más tenían que hacer para que nos escucharan?” La parroquia, que había sido un lugar de fe y esperanza, ahora era un símbolo de la burocracia que, según muchos, se interpuso entre las buenas intenciones de los sacerdotes y la seguridad de la comunidad.

D e s d e q u e l a s p r i m e r a s grietas aparecieron, la preocupación había crecido. Los sacerdotes, liderados por el Padre Juan, documentaron cada daño, hicieron llamadas, enviaron cartas, pero la respuesta del INAH fue siempre la misma: “No hay presupuesto”, “Lo revisaremos después”.

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Al final, lo que comenzó como una solicitud para reparar un techo, se convirtió en un verdadero clamor por la seguridad de todos los feligreses. Sin embargo, la respuesta nunca llegó.

“Nosotros queríamos hacer algo”, dijo Rosa Casanova, una habitante que conocía de cerca los esfuerzos de la comunidad, “pero siempre nos decían que no se podía. Así que la gente se unió a lo que pudo, compraron cubetas de impermeabilizante, pero sabíamos que no era suficiente.”

Teodora Puch Nah, otra feligresa, se encontraba a solo unos pasos cuando escuchó el estruendo del colapso. “Estaba a punto de entrar al baño del Ayuntamiento cuando escuché el ruido. Pensé que era una explosión, no supe ni dónde esconderme. Cuando supe lo que había pasado, agradecí a Dios por no estar dentro”, recordó.

En ese momento, el polvo cubrió las calles y los vehículos se detuvieron, mientras la gente, atónita, no sabía qué hacer. “Nos tapamos la cara con lo que pudimos y tratamos de correr para alejarnos del polvo. Nadie sabía si se iba a caer más del techo o si la torre caería también”, relató Rafael Gaspar Mascu, quien estaba en un puesto cercano y no pudo evitar sentir el horror de lo ocurrido.

El colapso no solo dejó escombros, sino también una comunidad devastada. La parroquia, que había sido un lugar de encuentro para más de 60 personas cada fin de semana, quedó casi inservible.

Las misas se celebrarán temporalmente en el Teatro Monseñor, un espacio pequeño que no puede albergar a toda la comunidad. “Es triste ver esto, nuestra iglesia no está, pero lo que más duele es la sensación de que todo esto se pudo haber evitado”, dijo Nemesia Poc, mientras observaba las ruinas desde lejos.

“Estamos en shock. Afortunadamente, no hubo muertes, pero si hubiera sido otro día, con más gente, ¿qué hubiera pasado?” Pero mientras la comunidad se enfrenta a la dura realidad de la pérdida, también se sienten esperanzados. “Nos levantaremos, como siempre lo hemos hecho. Con fe, lo lograremos”, comentó Teodora Puch Nah.

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La parroquia de Calkiní no es solo un edificio; es el alma de la comunidad, y su caída, aunque milagrosamente no trágica, deja una herida profunda en todos. La tragedia que no fue, será recordada como un llamado de atención: un recordatorio de que no se puede esperar a que los desastres ocurran para actuar.

Y aunque hoy la iglesia está en ruinas, la fe sigue viva en los corazones de aquellos que creen que, con trabajo y unidad, se podrá reconstruir no solo el techo, sino también la esperanza de todo un pueblo.

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